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Alégrame el día



Qué pensar de un tipo que suspira ante el fallo del toro, que se sienta prendido ante el televisor esperando que el bicho acierte por fin con la carne de la sota. No sé qué pensar: siempre creí que no me gustaban los toros y sin embargo ahora, me encuentro cada tarde pegado al decodificador escuchando los murmullos de Antoñete y esperando, -cada vez con menos reparos morales- que el toro se cargue al matador. No exagero. Al principio los toreros me parecían pobres espíritus sanguinarios, tipos propios de las culturas tropicales... ya saben, canibalismo, mutilaciones rituales, este tipo de rollos. Más tarde, acostumbrado ya a su presencia en la tele empecé a contemplarlos como malabaristas sin miedo al ridículo, individuos valientes, ignorantes y muy machos que se jugaban la vida frente a un toro igual que esos húngaros que recorren en moto un cable situado a gran altura.


Ahora, ya por fin, empiezo a gozar en cierto sentido de la fiesta. Sobretodo del toro: un trozo vivo de media tonelada que combina la bravura del león con los ojos claros del cordero: una raza de fábula, un animal que no existiría si no fuese por la selección a la que la someten los jefes de la fiesta.

Empiezo a disfrutar de la fiesta nacional, pero tengo un fallo dramático de apreciación: quiero que muera el torero.


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No crean, yo fui el primer sorprendido. De repente me encontré lanzando ¡huys! cada vez que el bicho fallaba su embestida, cada vez que escogía la muleta en vez del muslo, el capote en vez del cráneo. Me pregunté, alarmado al comprobar la sinceridad de mi deseo, si no sería yo una especie de asesino blando, de sádico de salón, un degenerado capaz de gozar anta la posibilidad de que la palme un semejante... porque una cosa, supongo, es la sangre de toro y otra, la sangre de torero.

Pero después de días de reflexión -y de decepción: casi nunca gana el toro-, me encuentro ya más tranquilo. Al fin y al cabo, una corrida es una suerte poética, un juego trágico que tiene en la muerte una posibilidad fundamental: si no fuese por ella, las corridas serían juegos florales. Pues bien, yo apuesto por el toro, por la dehesa, por la libertad, por la tragedia.

Paso de moinantes convertidos en literatos, de pases de pecho y de cortijos millonarios. Ya no me avergüenzo más de mi elección: yo quiero que gane el toro, que el torero salga de la plaza camino de la enfermería, que las cornadas tengan también nombres propios, como las chicuelinas, como los molinetes, como los naturales...

-¿Qué tal la corrida de hoy?
-Bárbara, un mantrueque de sobrepierna y dos enganches cruzados de muy señor mío...
-¿Y los toreros?
-Bah, flojos de paquete, torpes de panza y más coleta que trapío.

Los poetas entenderán sin complejos mi postura. Al fin y al cabo, si existe arte en el salto de la rana, qué no habrá en la acometida desgarrada de un toro desesperado por haber perdido a la luna para siempre.



Anti-fiesta nacional: las corridas de toros


1 comentarios:

Anónimo dijo...

pobre toritos :(

Nani

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